martes, 18 de septiembre de 2012

Confesión de último minuto.


He pensado seriamente en dejar los seudónimos. Este año me ha dado un descaro increíble, a punta de porrazos que me he dado contra el piso; ya pocas cosas me dan vergüenza o culpa. Mi amante es testigo, y su novia también pero ella no sabe.

Mi nombre no es Cristina y mi apellido no es Linnet. Mi carnet dice otra cosa, muy distinta y con muchas letras “S”. Empecé con lo del nombrecito por que me daba miedo y vergüenza mostrar las cosas que escribía. Ya no. Ahora me importa un bledo si gustan o no, son lo que son, salen de mi boca, de mis ojos, mis oídos, mi cabeza, mis lunares y mis dedos; eso no las hace buenas ni malas, sólo son lo que son, y ya me da igual la clasificación. Me puse Cristina por mi madre –a quién amo- con quien soy apegada desde pequeña. Ella trabajaba en transporte escolar, y cuentan que manejó hasta días antes de parirme, por eso dicen que soy tan buena para recorrer calles y hablar con desconocidos. Su mamá también se llamaba Cristina, y tengo una hermana que también tiene ese nombre, pero nunca la hemos llamado así, de hecho fue después de apodarme que recordé que mi hermana lo tomó primero. Linnet me puse por un juego fonético sobre el apellido que debiese haber tenido en realidad, Caminer, o algo así, por que el padre de mi padre –No mi abuelo, sino el padre de mi padre- se cambió el apellido en un arranque despatriado y seguramente borracho, dejándonos algo no muy bonito pero tampoco molesto a todos los que le seguimos. Él dejó muy poco; ni recuerdos, ni concejos, sólo un mal gen y este apellido que sale en mi carnet. Desde niña soñé con encontrar algún rastro sobre él, era como un fantasma que se me aparecía en sueños, hasta que a mi hermana le diagnosticaron una enfermedad mortal heredada de su parte, momento desde el que sólo espero que se pudra en la fosa donde se encuentre.

Empecé a escribir por que era la única manera que encontraba de ser completa y absolutamente franca o absoluta y completamente mentirosa, sin que nadie me jodiera por ello. Cuando era una adolecente rabiosa –todos los adolecentes son rabiosos- tenía un cuaderno negro donde escribía andanzas y pegaba dibujos, lo tuve hasta que lo pilló mi madre y me batió a cachetadas al leer sobre unos besos, diablitos, y tragos demás.  Desde ahí a pesar de mi ortografía y mi redacción de colegio público, no paré hasta hoy, donde ya no me importan tantas cosas que en el pasado cargaba, donde elegí la autenticidad a la diplomacia, donde voté por el destierro sin que nadie me echara.  A ratos me parece una trampa que sola he ido armando y en la que sola me estoy lanzando. Sinceramente no sé a que se deba este ataque de brutalidad con viseras que me dio, pero ya no me importa que sepan que el miedo se me quitó, y que mi mate favorito viene luego de un orgasmo. 





No me insultes.



No me vuelvas a decir que vivo en mis fantasías ni que soy una niña que no crece. La gente muere, el tiempo pasa, y el amor termina. ¿Qué más real que eso? El resto es un amasijo  de cosas con que juego para hacer más llevadera la espera.