domingo, 23 de octubre de 2011

El Primer olor a muerte.

He recorrido muchos países,así que nadie me puede discutir esta verdad: Todos los países son iguales. Todas las calles son iguales; todos los semáforos son idénticos; todas las penas son símiles; todos los árboles botan las hojas en otoño; todas las flores abren en primavera; hasta las falsas vírgenes sangran y cierran las piernas; y absolutamente todo en este mundo, puede ser calcado a otra cosa en otro extremo, o simplemente en frente. Todo. Menos una cosa: El olor de la muerte.

Recién llegado a La Plata, un quinceañero callado, que repite la misma verdad anteriormente dicha, sólo que sin su sabrosa excepción. Para mi todo era igual, los colegios, los barrios, las faldas de mis compañeras, y los pezones erectos de alguna mujer con frío. Hasta que en esta ciudad de diagonales, una tarde, igual a mil tardes, de leer a Paul Verlaine, pasé a masturbarme como nunca antes. Fue un “…Lucen vagamente las teclas del piano, a la luz del suave crepúsculo rosa, y bajo los finos dedos de su mano…” ¡Crach!, un choque en plena diagonal; conductor prófugo, y embarazada con resultado de muerte. En realidad no me interesaba acercarme, tampoco quería ayudar a alguien, pero cuando intenté seguir leyendo, “…Y para acabar cantaré el beso de tu labio rojo, y tu dulzura al martirizarme, ¡Mi ángel, mi gubia!...” , mi nariz empezó a ser dominada por un aroma que nunca he vuelto a encontrar, creo que era parecido a la albaca recién cortada, y después algo dulce como las flores de rodendro. Poseso me acerqué al lugar de los hechos.
– ¿Sos familia? - Preguntó un tipo de uniforme. Seguí de largo y me acerqué a la joven madre, olí su cuello torcido y lleno de sangre, y el extasis fue tal, que no recuerdo nada más hasta la noche, cuando no me podía parar de masturbar.

Esa semana decidí morir en La Plata, dejar la literatura, y dedicarme a la biología.

Recuerdo también por la fecha, la tarjeta que me dejó mi primera esposa, cuando en nuestro tercer aniversario (cada trece de junio), olvidé llegar a casa otra vez -esa noche hubo un asalto, con dos muertos, forcejeo, y siete puñaladas cada uno-:

“Puedo soportar cualquier cosa, tus amantes, tu obsesión por tener la razón, tus historias, tus malas bromas, tu desánimo, tu horrible trabajo, pero menos que no estés aquí ahora que te necesito. Puedo perdonarlo todo, menos tu ausencia. Rebeca.”

Lo último que supe de ella es que tiene lo que quiere. No la vi nunca más.
Eso sí: Nunca la engañé –Al menos con mujer viva-
Eso sí: Las mujeres defiitivamente no entienden de ausencias.

Reporte de nada nuevo, de una chinita testaruda, a su bien amado amigo saltamontes.

Crak, crak, crak, suenan las hojas, cansadas de ser pisadas por gigantes sin rostro.
Esto no va ha terminar bien, esto no va ha terminar bien, esto no va ha terminar bien, cantan los grillos en el fondo...

La chinita seguía caminando haciendo caso omiso, con un nudo en el estómago entre miedos, recuerdos, que haceres, y un delicioso pastel que horas antes había probado con su amigo saltamontes.
Llegó pronto a la esquina de un trozo de pasto débil, dos ramas, y un semáforo, se sentó a esperar atenta sobre una lata de bebida mientras hacía más rojo y negro sus colores, recordando, recordando, agregando brillo a sus labios, recordando, recordando, y los grillos seguían cantando: No sigas esperando, no sigas esperando, no sigas esperando…

Cuando de repente distinguió esas características ocho patas a lo lejos. Se le enredaron las antenas, agarró valor y aire, partió, y le tomo una de las patas derechas para saludar: Tantas lunas. –fue lo primero que dijo-
Los grillos siguen cantando: Esto termina mal, esto termina mal, esto termina mal…

La araña la abraza y la apresa contra su cuerpo. Siguen caminando sin saber bien exactamente donde terminarán por quedar, hasta que se encontraron con una maceta bastante acogedora, al parecer regada con cariño, así que ahí comieron un poco de tallo fresco (aunque la araña claramente prefiriera moquitos pequeños para cenar) y bebieron agua de rocío.
Los grillos seguían cantando la misma tonada una y otra vez, la chinita ya enojada con estos grillos de mal agüero, les grita que se callen en el acto.

Ya el miedo se había atenuado, comentan de años para atrás, a ratos la conversación se pone tensa, pero termina por pasar con la risotada algo incomoda de la alegre chinita. Los pulgones de la maceta ya quieren dormir, así que hay que regresar.
Los grillos no se han callado, siguen cantando aún con voz más grave esa ópera funesta.

La araña, que no comía tallo fresco, no quedo satisfecha, no le gustaba para nada, y aunque intentó aguantarse, no podía resistir su naturaleza, y el hambre lo comenzaba a cegar.
El no quería nada de lo que viene, eso le dijeron sus ocho ojos de araña a la chinita, esos ocho ojos, juro por Dios que no mentían.

Ya por finalizar el camino, comienzan a discutir sobre la altura del cielo, el verde del pasto, y los colores de las rosas. Según la chinita el cielo no está tan lejos ni tan cerca; el verde más hermoso es el de principios de primavera; y todos los colores de las rosas son sus favoritos. La araña cree que el cielo está lejos, pero ansia llegar a el sea como sea; que todos los verdes son iguales; y que no le gustan las rosas, en realidad prefiere los claveles.
En medio de dimes y diretes, de alas, pelos, y patas; la furia, el hambre, y su propia naturaleza pudieron más, y la araña frente a un hermoso y solitario diente de león, atacó a la chinita, la agarró con sus patas, y le quebró una antena. La chinita, que a pesar de ser pequeña era sumamente afortunada, sin saber de donde, sacó fuerza para golpear con una pequeñísima rama la cabeza de la araña, y un poco de tierra le lanzó en los ojos. Se preparó para volar, no sin antes, escuchar a esta gran araña hambrienta indignada por haber recibido un golpe de tan mísero y débil insecto. Sin responder, y algo mareada por la antena perdida, voló lo más rápido que pudo, la araña la dejó ir, mientras con sus ahora seis ojos buenos la miraba fijo hacerse cada vez más invisible con la distancia. La chinita, no miró hacia atrás, abrió sus alas, y aunque estaba abrumaba se aguantó el llanto, ya suficiente tenemos con la lluvia que llora el cielo –pensó-.
.
De repente, la ciudad se hizo más grande de lo ya inmensa que se torna para una chinita. Ahora se sentía más pequeña que sus parientes hormiguitas, chocó contra la ventana de un auto, callendo en un pequeño charco, y mientras se secaba las alas, sentía dentro de sus manchas, unas ganas increíbles de estar con su amigo el saltamontes comiendo pastel, o su amigo luciérnaga riéndose un rato con una de sus malas películas, quizás con ese palote que llama su atención más de lo debido, con la abeja reina cosinando un manjar, o con quien fuera, que no la hiciera sentir, desabrida hasta para una araña, amarga como la sangre de los alacranes, insípida como una partícula de polvo, o áspera como el tallo de las ortigas.
.
Los grillos recién comenzaban a callar su bien entonado gospel, pero era demasiado tarde para los profetas soberbios, más aún frente a insectos tercos; nada bueno puede salir de eso. Bueno, pero nada bueno tampoco puede salir del amor -o no amor- de una chinita y una araña, eso hasta las avispas más tontas lo saben.

viernes, 13 de mayo de 2011

Olor a muerte.

La muerte no es igual para todos. Podrá parecer una injusticia, no sé, eso se discute con el Dios de turno. Lo que sí sé, y puedo asegurar por toda mi miserable vida, es que no todas las muertes son iguales.
Ni a la muerte llegó el comunismo puro, ni la democracia perfecta; cada forma de morir tiene un olor único.

A ver, para que me entienda el pobre cristiano:

-Cuando son puñaladas, el olor es ácido, algo oxidado con el roce del metal con los músculos internos, y según el número de puñaladas este es más o menos denso.

-Cuando la muerte es por asfixia, el olor es a lavanda muy concentrada.

-Cuando es suicidio, el olor es cítrico, con detalles en sus notas mayores dulces, y variaciones en estas según la forma que se haya elegido.

-Cuando es por vejez, el olor es definitivamente dulce, a caramelo, como cuando el azúcar está a pelo en la olla, con una pisca de cedrón, y ruda.

Eso sí: La muerte es un perfume queodos usan.

No lo sabré yo, que llevo tantos años de circo, trabajando en esta morgue, abriendo cuerpos en pleno rigor mortis los días que hay suerte.

Eso sí: el mejor perfume de muerte que he olido en mi vida, fue el de mi tercera mujer, Lidia.

Lidia, era blanca, joven, de ojos pardo brillantes, y parecía estar siempre colmada de vida, pero adentro cargaba a ratos las penas del infierno. Tarareaba canciones en los paraderos de San Juan, ahí la conocí; y después de morder su vida, el divorcio con mi segunda esposa fue definitivo. Hacer el amor con ella, era lo único que me gustaba tanto como coleccionar el olor de la muerte.

Entre Ayer y Hoy.

Cuando era una mujer vieja apostaba en ruletas masculinas
 jugaba con mi cabello al costado de tu hombro
 sonreía mirándote fijo y escapaba
 sabiendo que llegarías y caerías una y otra vez.

Ayer que tejí como una araña mi propia camisa de fuerza
 y enfrente al dolor -si es que a eso alguien alguna vez le quiso llamar dolor-
aprendí como en realidad Perseo nunca engaño a medusa.

Ahora que soy joven te miro a ti –casi extraño-
 y me sonrojo, nos veo tomados de la mano en los paraderos
te beso de forma tímida, y mi pregunto si te gustó mi beso insulso e inexperto.

Hoy que además de ti dejé el cigarrillo
 supe que para siempre era demasiado tiempo
 que en el infierno hace mucho frío
y que no son lo único que debería dejar.

Ahora que soy un príncipe valiente, un guerrero romano
y voy a tomar el destino del mundo mi espada;
he comprendido por que esperé que tomaras mi mano.

Hoy que soy la viuda que ha florecido
y tu cadáver frío ya ha sido arratonado
 me di cuenta de la diferencia: A ti no te va quedando más que marchitar y caer.

Ahora que soy un gran pastor con mis ovejas
y tengo la fe de tu boca en mi boca.
Hoy que soy todo lo que fui y más
 me conformo con apoyarme en tu pecho
 y creer que en este minuto donde el mío se apreta
 sólo es el otoño botando hojas … como todo otoño.

En este minuto donde sin querer mis palabras quedan sueltas
 quiero confesar la tormenta de mi risa:
Cuando el amor nos gritó en nuestras narices que no era propio
 yo me hice la sorda, y quedé completamente muda.

A mitad del verano...

Como un mal repetido cuento,
grité furiosa golpeando la pared;
grité tu nombre, llore tus letras.
Cuan dejabú sobreadvertido,
dormí en sábanas que empapé con un par de ojos cargados,
hasta que al fin me dominó el agotamiento:
Un letargo sin sueño.

Déjame tranquila
¡te lo ruego!
Ya me robaste un par de años de juventud
¿No fueron suficientes?
Excesivo.
Ya me sacaste las ganas y las lanzaste al canal.
¿No te parece mucho?
Bastante.
Ya me doblegaste,
manipulaste,
ilusionaste,
destruiste,
me construiste,
y volviste a destruir.
¿No es demasiado?
Hastiante.
¿Con qué más puedes jugar?
Esto ahora es un campo minado.

Hoy no quiero seguir alojando en el limbo,
hoy sí quiero perderte.
Hoy sí creo justo que el eco de mi llanto te despierte a media noche.
Hoy Confieso que llegué a pensar que eras invencible.

A veces temo que te amé tanto,
que el único caminó viable es detestarte.
Pero ni te enterarias, y no por que no fuese evidente:
Sino por que es menos convincente el herido que no llora.

¿Sabes?
Ya no creo en ti;
mi fe se secó,
como una lágrima en plena sequía:
Un creyente que descubre que su Dios era una vela pintada.

Pero nunca darás cuenta;
seguirás creyendo cosas de mi que no son,
hablando de mi amor como si lo hubieras desifrado,
seguirás vistiéndome con ropas que no me corresponden.
Entiende: No puedo volar contigo.
Mis rodillas encostradas dan fe de ello,
no insistas en buscarme un lugar entre tus alturas:
No volaremos juntos.
Te cuento además que las víboras no vuelan,
así que tú tampoco te ilusiones con tocar el cielo.

¿Y si la solución fuera que me fulmine un rayo?
Desaparecer ahora mismo,
¿Te imaginas?
Amanecer en un coma flagrante,
Cerrar las cortinas y quedar sin conciencia.
Un problema: Otra vez la que se apaga tendría que ser yo.
Esta vez no estoy dispuesta.
Pero tampoco puedo pedir que eso te pase a ti.
- Y no precisamente de buena samaritana-
No puedo desear que te trague la tierra o que te ahogue el mar,
seguirías apareciendo como un amigo imaginario de niñez.
Al menos vivo eres de carne y hueso; empíricamente exiliable.

Por que nuevamente se me está trisando el pecho,
Por que el tiempo de nuestros relojes ya pasó y llegas a recordármelo.
- A refregarlo en mi cara-
Ya sé que me estoy disipando,
que como la ceniza de un ánfora al viento,
estoy irremplazablemente perdiendo trozos de piel,
y tú permaneceras impávido, más vale:
Si pones tus manos me escabulliré entre tus dedos,
y si abres la boca seré un silencio.

¿Estás cómodo?
La víctima que apunta siempre duerme sobre almohadas limpias.
Pero querrás besarme el día de mi muerte; yo lo sé.
Más no te corresponderé aquél beso insulso,
si quieres prueba; te estaré esperando.

Pero no ensucies tus manos,
vive el segundo que llega,
respira las flores que te quedan,
no escarbes en la tierra,
ya para de leer y re-leer la osamenta de una historia que feneció ante estas miopes pupilas tristes.
Déjame ver mi futuro por más absurdo y menos ambicioso que te paresca.
Al final del otoño soy una mujer simple.

A mitad del invierno sigo siendo una mujer simple,
una que no podrás entender,
A la que ya no le interesa que la entiendas,
y ya ni siquiera que escuches sus razones.
Quédate en tu jaula.

Quédate en el ajuar más confortable que he visto.
que apostaría mis manos a que no podrías vivir sin tus cadenas
y yo soy muy mala herrera,
soy buena recordando sueños, jugando con palabras, y haciendo burbujas.
pero ¿Qué importa?
Seguramente ninguna llegará a los barrotes de tus excusas y disculpas:
La mayoría revientan al tercer rayo de sol.

Si supieras cuanto me ha costado creer haber sanado,
si supieras estas quinientas verdades que no quieres saber,
esas siete esquinas que no quise volver a cruzar.
No provoques mi paz arrolladora.

Regresa de donde viniste,
que yo no busco hijos ni discípulos:
Si es del infierno pues allá vete,
si es del edén pues allá vete,
no vengas ahora con la peste.
No me hagas sentir inquerible nuevamente.
Como un enigma imposible y poco interesante.

¿Sabes?
Al final de la primavera soy una mujer simple;
y para entenderme sólo necesitabas un barco de papel y un día parcialmente nublado.
Aunque quizás efectivamente, sólo sea un crucigrama mal numerado.

miércoles, 16 de febrero de 2011

Nadie.

El último libro que leí, estaba lleno de palabras y frases en latín. Hay miles mejores que ese, pero como si mi cuerpo hubiera intuido la tragedia, recuerdo cada una de ellas.


¿Recuerdas la que te susurraba en las mañanas?

Sol lucet ómnibus.


En las aguas algo nadaba esas tardes, mi oído sabía que no era un pez. Constantemente todas las mañanas mientras yo lanzaba una caña sin cebo, escuchaba el agua, el bosque, el frío, los peces, la madera, los pájaros, mosquitos; hablaba con este silencio ruidoso del bosque… Pero esa mañana el agua habló distinto.

Eras tú, con tus nados y diez vueltas cada mañana puntual, como un ave rutinaria y meticulosa, como una moderna y casi fiel discípula de Artemisia, cazadora detallista y orgullosa.

El agua se movía distinto a los otros días, chocaba con la madera del bote con un sonido más grave, -sentía seguramente mejor que yo-, la madera me avisaba que estabas ahí


¿Sabes còmo se dice que el tiempo vuela en latín?

Tempus fugit


El tiempo volaba con tus nados de cada mañana, el mismo de esas inmensas y largas horas, de los largos días, de las largas semanas, que antecedieron a tu capricho. Los peces seguramente huían al ver una extraña, y sólo quedaba tu sonido, tu sonido quebrado, de un nado delicado, pensado, y claramente desnudo; ese era el sonido de tu cuerpo desnudo, de eso hoy no me cabe duda.

Después salías del agua. Las gotas que caían de tu pelo largo formaban un ritmo violento, continuo, que cesaba después al caer sobre tu cuerpo, luego la fricción con la toalla más tu piel de gallina, y finalmente el frío que cantaba en tu mandíbula.

Todo formaba una melodía compleja que quería seguir escuchando, pero que no pensé sentir cerca, que se plantaba toda la tarde en mi cabeza, e hicieron que me posara compulsivamente en el piano, como hace ya muchos meses -sin darme cuenta- no lo hacía.


Una tarde llegó Roberto, un viejo conocido, alto pero no lo suficientemente alto, sin mucha presencia, y por lo que recuerdo, de piel morena, y ojos claros.

-Te voy a presentar a la mejor actriz de este continente - Me comentò-

-¿Còmo es?

-Perfecta.

-Algún día iremos a verla al teatro, hace que se emocione hasta el más parco de los momios… Disculpa… no quise…

-No importa, ni yo me acostumbro. Vamos de todas formas haber si emociona hasta a los ciegos.

-Pasa Gigi, te presento a …


Te conocí y no eras perfecta. Roberto hablaba de tu belleza, tu agudo sentido del humor, y que siempre tus palabras ganaban. Pero no, no eras perfecta. Cuando nos presentaron, comprendí que el agua esas mañanas cantaba mi réquiem.

Si te hubiera visto, seguramente habría caído rendido como todos, ante esos ojos que según Roberto son pardos, y que según tú son café oscuro, y que para mi sólo serán ojos.

Pero yo te conozco, yo te conozco de verdad, en cada rincón, cada meridiano de tu cuerpo, y cada ágora de tu mente, cada nota de tu voz, cada defecto y afecto de tus rincones.

Gigi, no me deslumbraste.


Cuando meses después fui a una de tus funciones, oí a mujeres y hombres en cada respiración de sus emociones, diciendo que tu acto les apretaba el pecho. Pero a mi no me pasó nada, no sé si por que jamás podré emocionarme con tus obras, por que nunca me gustó el teatro, o por que yo escuchaba tu cuerpo desnudo en el agua.


¿Sabes en lo que me convertí sin ti?

Nemo

Feliz Aquel


Beatus ille

Beatus ille el que hoy duerme en tus brazos.

Beatus ille el que hoy respira de tus engaños.

Pero exijo habeas corpus.

Exijo ver –y muerto- a aquel que te ame sin tu arco y flecha,

Frágil, humana, corriente.

Mis dedos conocen cada uno de los lunares que habitan cuan constelaciones tu cuerpo: Dos en tu hombro izquierdo,

tres en tu hombro derecho que forman un triángulo,

el de tu seno izquierdo; con el que colmé mi angustia con el sabor de tus pezones,

y mi favorito; ese que seguramente han pasado por alto.

Dime quién reconoce las dos mujeres distintas,

esa que baja decidida y segura besando mi ombligo,

y a esa frágil y calmada que beso en la frente.

Quien sintió tus muslos ardiendo en el frío de esta parte del mundo,

tomo tus senos; esos que caben justo en mis manos,

que conoce el momento preciso, por que tu voz se pone un tono más aguda

respiró tu cuello y conoce exactamente el tipo de perfume que usas.

Que toca tu piel, con heridas y huellas,

tus caderas amplias,

los huesos de tu clavícula; que se marcan cuando estiras el cuello,

tu cabello largo y delgado; que siempre se enreda con mis dedos,

cuando después rozo mi cara en tus brazos deseando impregnarme en tu piel,

te beso la frente y te guardo,

te abraso, tu te acurrucas como una niña.

Dudo que alguien haya visto esto.

Jamás te he dicho que eres mía,

pero seguramente lo piensas.

Cuando tomo tus caderas con fuerza y te dejas llevar,

cuando cálamo currente después escribo acordes en la curva de tu espalda,

cuando te aferro a mi,

te dejo libre y te quedas,

cuando no me hipnotizas, ni me amarras como una marioneta;

y seguimos abrazados en la cama,

cuando hago sonar el piano, y queda en evidencia que ambos estamos in articulo mortis.

Me dijeron que eras perfecta. No. No eres perfecta.



"La herida de amor la sana el mismo que la hace"

Terminó la serie de funciones de la gira que culminó en el teatro Ronsón. Un éxito rotundo: Butacas llenas, ramos de flores, fotografías, prensa, y aplausos. Una secuencia lógica, no podía no ser así si estaba pisando las tablas, si estaba yo, Gigi Legrand, mirando fijamente a cada uno en esas butacas, si movía mis manos con la delicadeza de un ave herida, y encarnaba la mirada tal como lo hace la agonía. El director –Un tipo, grotesco de solo verlo- quedo fascinado con el éxito, pero se deslumbró muy fácil con algo que no era suyo, y por lo que supe, ya anda por ahí gastándose lo que no le quedó en puteríos de poca salubridad, y tomándose los recuerdos de las butacas.


Por mi parte, uno de mis admiradores, resultó ser el escritor Roberto Aucón –Mediocre y narcisista, como todo escritor de best-sellers- quien me invitó a su cabaña del sur, y yo con tal de librarme de los periodistas y de Marcos, era capaz de irme al fin del mundo. Me largué, eso sí le exigí que si no me gustaba me traería al segundo que lo dijera.


A muchas mujeres les fascinan los escritores –no los verdaderos, sino los que se llaman a si mismo escritores-, con su aire de oscuros, sufridos, sensibles, esas son el mismo tipo de mujeres que las dejan en segundo lugar estos depresivos mal nacidos, que las engañan, las hacen sufrir, ni las miran, las pierden, y después se protegen como mocosos asustados en su “don”. A mi no. Creo que la mayoría de los que se aferran al nombre como pulpos, no son capases de quererse más que a si mismos, y hoy por hoy cualquier borracho y mujeriego se puede hacer llamar escritor; selecto de un grupo machista, lleno de vicios, y enfermedades sexuales. En cambio a pocos los podemos llamar así. –A ellos si que les debo mucho-


La cabaña era pequeña, típica del sur fío, pero el paisaje digno de una postal. Con Roberto almorzaba y lo acompañaba a ratos, cuando el me mostraba como a un gran trofeo al que aspiraba y nunca tendría frente a sus conocidos y empleados –personas que en ese pueblucho de fin de mundo, no debe sumar más de ocho-


La tercera mañana, me desperté temprano, salí a caminar al lago que estaba a sólo unos minutos, y aunque quiera las ciudades míseras, ese bosque gigante me daba buena compañía, en eso, vi a un hombre en el lago, tenía buen porte, y una caña metida en el lago, -claramente pescando-, concentrado con su cabeza gacha, no me miraba. Lo miré fijamente, pero el seguía sordo en su bendita pesca. Acto seguido me saque la ropa, y me metí al lago, nade en ese frío de mierda, y el no me miro. Eso no se quedaría así, -Dije- cuando me vea, seguramente se arrepentirá cada día de su vida, yo Gigi Legrand, nadando en frente del, y el muy estúpido fijo con unos peces. No, esto no pasa en ninguno de mis escenarios. Así que cada mañana a las 9am, yo estaba en el lago, desnuda, nadando, lo miraba fijo, y cada vez lo conocía más; aunque estuviera siempre abrigado por el frío, lo podría distinguir fácilmente si lo viera en este pueblucho.


A la tarde de la quinta mañana, su imagen me rondaba más de lo habitual, lo veía pescando, ¿Cómo sería? Seguramente un tipo serio y aburrido, un maricón reprimido seguramente si no miraba aunque fuera de reojo una mujer desnuda en el lago.

Caminé al cuarto donde Roberto se arreglaba para ir a una comida, con un tipo que según el era su gran amigo hace años, con un terrible accidente a cuestas, en realidad no escuché mucho de su historia. Lo miré fijamente, agarré su mejilla con mi mano derecha, y lo bese. El muy idiota ni siquiera cuestionó mi beso, tomé sus manos las lleve a mi cintura, desabroché su camisa, su pantalón, mi sostén color vino tinto, y por alguna razón, cuando sus dedos tomaron mis manos para subir por mi escote, quise que lo sintiera el extraño del bote. Quise que sintiera; que cada roce y cada huella, le ardieran en la piel. Que le calaran el pecho, como a una fruta recién servida.


Después de su no brillante debut, partimos donde su amigo, con media hora de retraso y un vino tibio, y ahí estaba, Esteban C., un pianista, que juega a ser un mal pescador por las mañanas, un pianista que tiene las quemaduras de las huellas de Roberto; pianista que esa tarde parecía furioso sin saber por qué, que miré fijamente sin que me viera, me que obsesionó entre las blancas y las negras: ¡Jjuro por mi carrera, que me vas a ver aunque no puedas! Tú lo supiste desde el primer momento, y como eres un caballero me lo advertiste:


-Adiós, un gusto conocerlo Esteban.

-Igualmente Gigi.

Amoris Vulnus Idem Sanat qui facit –Susurraste poseso en mi oído sin que nadie más notara-

domingo, 6 de febrero de 2011

La Mujer Invisible.


No sé si fue en el momento en que tomé conciencia de mi invisibilidad, o cuando vi que simplemente no te era natural percibir más allá, ni hacer verdaderamente algo por ello. En alguno de esos dos lapsos decidí ya no hacer nada:
Soy la mujer invisible.

Enserio, te lo juro. Siempre estoy ahí, al lado tuyo, preocupada constantemente de tu salud y de tus males, alegrándome con tus alegrías, penándote en los sueños, tomando tus manos, besando tu frente, abrasándote por la espalda, apoyándote en tus proyectos, y hasta sólo paseándome por gusto a tu lado, y botando de vez en vez algún jarrón.Pero tú no me ves, y ni me sientes.

El muy desconsiderado, siquiera miró antes de lanzarme el balde de agua sucia.
Bueno, en realidad no puedo pedir más, ya que soy la mujer invisible.
Por eso señores doy aviso de esta realidad insurrecta, y de mi drástica decisión: Lo siento, pero yo no te puedo cambiar, ni cambiar los hechos por más que daría mi vida por ello. Ya lo dije antes, soy la mujer invisible, no la mujer súper cambiadora.