sábado, 11 de septiembre de 2010

La lluvia del 99.

La noche en que Amanda murió, llovía muy fuerte. Claro, era pleno invierno del 99, no era una señal del destino como creía Marcos, simplemente estábamos en pleno invierno.

Después de la función nos fuimos a mi hotel, frente al mejor restaurante mexicano que he conocido, bebimos vino hasta tarde, y Marcos me contó que dejaría definitivamente a su santa mujercita, santa claro está, por que sólo una mártir deja que le pongan los cuernos por años, el hijo de sermones, vivir entre la casa y los conservadores todo el día, y siguir yendo a misa – Una frígida, y una masoquista diplomada según yo-

Cuando Marcos estaba más tarde encima mío, -acariciando los mejores senos que a tocado en su vida- me dijo que me amaba. Eso no es lo sorprendente, sino que me exigió que le dijera que yo también lo amaba, que era suya, y que después de mis grabaciones no me iba con ningún otro. Insistía mucho con la idea, de que era suya. Já, todavía lamento haberle lanzado la gargantilla que me regaló, pero jamás lamentare haberme sacado a ese hombre. Creer que yo, Gigi, sería de alguien alguna vez, como si fuera uno de esos ramos de rosas baratas que regalan los hombres a sus mujercitas cuando les pesa la culpa. Creer que me podía enjaular como enjauló a la masoquista de Amanda. Jamás.

Es obvio que lo tuve en mis manos un tiempo más, antes de deshacerme de él de forma definitiva –odiaba tener que tomar taxi los jueves de esa temporada de funciones- .

Pero volviendo a lo de Amanda, claro, yo también me hubiera matado si un hijo me sale cura.

Pastel de crema y moras.

Mi matrimonio fue perfecto. Un vestido blanco, una iglesia gigante, y un marido ideal; de buena familia, y enamorado. Desde que juré ante Dios amarlo para toda la vida, mi matrimonio pasó a ser lo primero. Cuando nació mi primer hijo, Francisco, pasé de ser una esposa devota, a ser una madre y esposa devota.

Marcos Cifuentes, –Mi esposo-, Francisco, y yo; Amanda Requena de Cifuentes, éramos para toda familia un ejemplo. Yo siempre cociné lo que a él le gustó, incluso hacia pimentos, -aunque yo los odiara desde pequeña-, nunca teñi mi cabello rubio que le gustaba tanto, y su ropa siempre estaba perfecta; tal como aprendí en el colegio de monjas “Nuestra señora María”. Ahí nos enseñaron a ser mujeres y esposas. Siempre intente ser pulcra, ejemplar, elegante y mesurada, y siempre me entregué a mis dos hombres, Francisco y Marcos. Dios es testigo de aquello.

Los primeros meses después de que nació Francisco, no quise dormir en la misma cama que mi marido, no por que no lo amara,- pues una se casa para toda la vida-, sino porque Francisquito era muy pequeño, y una antes que todo es como María: Madre.

Para cuando Francisquito creció, mi marido ya se hacía acostumbrado a dormir en camas separadas. En un intento desesperado por que volviera a buscarme, inicié mi militancia en el partido conservador al que el adhería. De a poco todo empezaba renacer entre nosotros. Un día, Marcos me invito al teatro, era su primer gesto afectuoso en años, esa noche daban “Olvidame otra vez” de un director bastante popular que se relacionaba con el partido. Antes de la función, Marcos me regaló una gargantilla con un delicado medallón, cuando me la puso, acercó sus labios a mi oreja, y comenzó a bajar su mano por mi escote. A pesar de ello, no sentí nada más que pudor. Lo amaba, pero no quise:

Alguien nos puede ver, vamos atrasados –Le dije-
Hace tiempo que no estamos solos – respondió-.

Al fin llegamos al teatro y empezó la función: Una obra maravillosa, una actuación perfecta. Me estremecieron hasta lo más profundo esos ojos cafés brillantes de la protagonista, lloré -aunque las señoritas no debamos hacerlo en público- y estaba tan conmovida que invité al elenco principal y su director a cenar en casa.

Ese día abrimos un buen vino, y serví con mi mejor porcelana, a la mujer de ojos brillantes, profundos, cabello ondulado, y actitud desafiante.
Gigi Legrand: La primera persona a la que no le gusta mi pastel de crema y moras.


Desde esa noche en el teatro, mi marido jamás volvió a ponerme un dedo encima.

lunes, 6 de septiembre de 2010

Gigi

Alò, sí, yo soy Ginna Legrand, “Gigi”, la mejor actriz de esta ciudad. No necesitas decirmelo, ya lo sè.
¿Qué desde cuando soy la mejor actriz? Desde muy pequeña: Estaba en la escuela, tenía once años o quizás doce, ya había tenido mi menarquia, y hace meses se había incendiado mi casa, que quedaba a dos cuadras de la plaza por calle Colón. El tema ya no me afectaba, pero Alejandro –quién seguramente hoy es un oficinista mediocre más- se rió de que me hubiera quedado sin cuarto. En realidad no me apenó, ni me avergoncé, pero me quise vengar, así que comencé a llorar, hubieras visto de qué manera lloré aquella vez, –como en mi mejor drama de Shakespeare- , a sabiendas lo hice cerca de la oficina de la directora, –Una vieja deforme y sin gusto-, y le conté lo que pasó. Alejandro estuvo sin recreo una semana, y recuerdo perfectamente los ojos de repugnancia con los que lo miraron por molestar a una pobre niña. En ese minuto, en ese exacto segundo, fue cuando supe que era excelente manipulando a las personas, en ese instante supe que podría hacer lo que quisiera con mi talento, asi que comencé a actuar. Y aquí me oyes; Gigi la mejor actriz de esta ciudad.
¿Mi relación con Amanda Requena? No sé, y ni me interesa hablar de ella, tus colegas “reporteritos de papel cuché” me relacionan con su muerte. Pero no, no tengo nada que ver con esa mojigata, yo sólo me acostaba con su marido.


Eso es todo, no quiero seguir. Cuando edites la entrevista, envíasela a mi agente, ya tienes el número.