miércoles, 16 de febrero de 2011

Nadie.

El último libro que leí, estaba lleno de palabras y frases en latín. Hay miles mejores que ese, pero como si mi cuerpo hubiera intuido la tragedia, recuerdo cada una de ellas.


¿Recuerdas la que te susurraba en las mañanas?

Sol lucet ómnibus.


En las aguas algo nadaba esas tardes, mi oído sabía que no era un pez. Constantemente todas las mañanas mientras yo lanzaba una caña sin cebo, escuchaba el agua, el bosque, el frío, los peces, la madera, los pájaros, mosquitos; hablaba con este silencio ruidoso del bosque… Pero esa mañana el agua habló distinto.

Eras tú, con tus nados y diez vueltas cada mañana puntual, como un ave rutinaria y meticulosa, como una moderna y casi fiel discípula de Artemisia, cazadora detallista y orgullosa.

El agua se movía distinto a los otros días, chocaba con la madera del bote con un sonido más grave, -sentía seguramente mejor que yo-, la madera me avisaba que estabas ahí


¿Sabes còmo se dice que el tiempo vuela en latín?

Tempus fugit


El tiempo volaba con tus nados de cada mañana, el mismo de esas inmensas y largas horas, de los largos días, de las largas semanas, que antecedieron a tu capricho. Los peces seguramente huían al ver una extraña, y sólo quedaba tu sonido, tu sonido quebrado, de un nado delicado, pensado, y claramente desnudo; ese era el sonido de tu cuerpo desnudo, de eso hoy no me cabe duda.

Después salías del agua. Las gotas que caían de tu pelo largo formaban un ritmo violento, continuo, que cesaba después al caer sobre tu cuerpo, luego la fricción con la toalla más tu piel de gallina, y finalmente el frío que cantaba en tu mandíbula.

Todo formaba una melodía compleja que quería seguir escuchando, pero que no pensé sentir cerca, que se plantaba toda la tarde en mi cabeza, e hicieron que me posara compulsivamente en el piano, como hace ya muchos meses -sin darme cuenta- no lo hacía.


Una tarde llegó Roberto, un viejo conocido, alto pero no lo suficientemente alto, sin mucha presencia, y por lo que recuerdo, de piel morena, y ojos claros.

-Te voy a presentar a la mejor actriz de este continente - Me comentò-

-¿Còmo es?

-Perfecta.

-Algún día iremos a verla al teatro, hace que se emocione hasta el más parco de los momios… Disculpa… no quise…

-No importa, ni yo me acostumbro. Vamos de todas formas haber si emociona hasta a los ciegos.

-Pasa Gigi, te presento a …


Te conocí y no eras perfecta. Roberto hablaba de tu belleza, tu agudo sentido del humor, y que siempre tus palabras ganaban. Pero no, no eras perfecta. Cuando nos presentaron, comprendí que el agua esas mañanas cantaba mi réquiem.

Si te hubiera visto, seguramente habría caído rendido como todos, ante esos ojos que según Roberto son pardos, y que según tú son café oscuro, y que para mi sólo serán ojos.

Pero yo te conozco, yo te conozco de verdad, en cada rincón, cada meridiano de tu cuerpo, y cada ágora de tu mente, cada nota de tu voz, cada defecto y afecto de tus rincones.

Gigi, no me deslumbraste.


Cuando meses después fui a una de tus funciones, oí a mujeres y hombres en cada respiración de sus emociones, diciendo que tu acto les apretaba el pecho. Pero a mi no me pasó nada, no sé si por que jamás podré emocionarme con tus obras, por que nunca me gustó el teatro, o por que yo escuchaba tu cuerpo desnudo en el agua.


¿Sabes en lo que me convertí sin ti?

Nemo

Feliz Aquel


Beatus ille

Beatus ille el que hoy duerme en tus brazos.

Beatus ille el que hoy respira de tus engaños.

Pero exijo habeas corpus.

Exijo ver –y muerto- a aquel que te ame sin tu arco y flecha,

Frágil, humana, corriente.

Mis dedos conocen cada uno de los lunares que habitan cuan constelaciones tu cuerpo: Dos en tu hombro izquierdo,

tres en tu hombro derecho que forman un triángulo,

el de tu seno izquierdo; con el que colmé mi angustia con el sabor de tus pezones,

y mi favorito; ese que seguramente han pasado por alto.

Dime quién reconoce las dos mujeres distintas,

esa que baja decidida y segura besando mi ombligo,

y a esa frágil y calmada que beso en la frente.

Quien sintió tus muslos ardiendo en el frío de esta parte del mundo,

tomo tus senos; esos que caben justo en mis manos,

que conoce el momento preciso, por que tu voz se pone un tono más aguda

respiró tu cuello y conoce exactamente el tipo de perfume que usas.

Que toca tu piel, con heridas y huellas,

tus caderas amplias,

los huesos de tu clavícula; que se marcan cuando estiras el cuello,

tu cabello largo y delgado; que siempre se enreda con mis dedos,

cuando después rozo mi cara en tus brazos deseando impregnarme en tu piel,

te beso la frente y te guardo,

te abraso, tu te acurrucas como una niña.

Dudo que alguien haya visto esto.

Jamás te he dicho que eres mía,

pero seguramente lo piensas.

Cuando tomo tus caderas con fuerza y te dejas llevar,

cuando cálamo currente después escribo acordes en la curva de tu espalda,

cuando te aferro a mi,

te dejo libre y te quedas,

cuando no me hipnotizas, ni me amarras como una marioneta;

y seguimos abrazados en la cama,

cuando hago sonar el piano, y queda en evidencia que ambos estamos in articulo mortis.

Me dijeron que eras perfecta. No. No eres perfecta.



"La herida de amor la sana el mismo que la hace"

Terminó la serie de funciones de la gira que culminó en el teatro Ronsón. Un éxito rotundo: Butacas llenas, ramos de flores, fotografías, prensa, y aplausos. Una secuencia lógica, no podía no ser así si estaba pisando las tablas, si estaba yo, Gigi Legrand, mirando fijamente a cada uno en esas butacas, si movía mis manos con la delicadeza de un ave herida, y encarnaba la mirada tal como lo hace la agonía. El director –Un tipo, grotesco de solo verlo- quedo fascinado con el éxito, pero se deslumbró muy fácil con algo que no era suyo, y por lo que supe, ya anda por ahí gastándose lo que no le quedó en puteríos de poca salubridad, y tomándose los recuerdos de las butacas.


Por mi parte, uno de mis admiradores, resultó ser el escritor Roberto Aucón –Mediocre y narcisista, como todo escritor de best-sellers- quien me invitó a su cabaña del sur, y yo con tal de librarme de los periodistas y de Marcos, era capaz de irme al fin del mundo. Me largué, eso sí le exigí que si no me gustaba me traería al segundo que lo dijera.


A muchas mujeres les fascinan los escritores –no los verdaderos, sino los que se llaman a si mismo escritores-, con su aire de oscuros, sufridos, sensibles, esas son el mismo tipo de mujeres que las dejan en segundo lugar estos depresivos mal nacidos, que las engañan, las hacen sufrir, ni las miran, las pierden, y después se protegen como mocosos asustados en su “don”. A mi no. Creo que la mayoría de los que se aferran al nombre como pulpos, no son capases de quererse más que a si mismos, y hoy por hoy cualquier borracho y mujeriego se puede hacer llamar escritor; selecto de un grupo machista, lleno de vicios, y enfermedades sexuales. En cambio a pocos los podemos llamar así. –A ellos si que les debo mucho-


La cabaña era pequeña, típica del sur fío, pero el paisaje digno de una postal. Con Roberto almorzaba y lo acompañaba a ratos, cuando el me mostraba como a un gran trofeo al que aspiraba y nunca tendría frente a sus conocidos y empleados –personas que en ese pueblucho de fin de mundo, no debe sumar más de ocho-


La tercera mañana, me desperté temprano, salí a caminar al lago que estaba a sólo unos minutos, y aunque quiera las ciudades míseras, ese bosque gigante me daba buena compañía, en eso, vi a un hombre en el lago, tenía buen porte, y una caña metida en el lago, -claramente pescando-, concentrado con su cabeza gacha, no me miraba. Lo miré fijamente, pero el seguía sordo en su bendita pesca. Acto seguido me saque la ropa, y me metí al lago, nade en ese frío de mierda, y el no me miro. Eso no se quedaría así, -Dije- cuando me vea, seguramente se arrepentirá cada día de su vida, yo Gigi Legrand, nadando en frente del, y el muy estúpido fijo con unos peces. No, esto no pasa en ninguno de mis escenarios. Así que cada mañana a las 9am, yo estaba en el lago, desnuda, nadando, lo miraba fijo, y cada vez lo conocía más; aunque estuviera siempre abrigado por el frío, lo podría distinguir fácilmente si lo viera en este pueblucho.


A la tarde de la quinta mañana, su imagen me rondaba más de lo habitual, lo veía pescando, ¿Cómo sería? Seguramente un tipo serio y aburrido, un maricón reprimido seguramente si no miraba aunque fuera de reojo una mujer desnuda en el lago.

Caminé al cuarto donde Roberto se arreglaba para ir a una comida, con un tipo que según el era su gran amigo hace años, con un terrible accidente a cuestas, en realidad no escuché mucho de su historia. Lo miré fijamente, agarré su mejilla con mi mano derecha, y lo bese. El muy idiota ni siquiera cuestionó mi beso, tomé sus manos las lleve a mi cintura, desabroché su camisa, su pantalón, mi sostén color vino tinto, y por alguna razón, cuando sus dedos tomaron mis manos para subir por mi escote, quise que lo sintiera el extraño del bote. Quise que sintiera; que cada roce y cada huella, le ardieran en la piel. Que le calaran el pecho, como a una fruta recién servida.


Después de su no brillante debut, partimos donde su amigo, con media hora de retraso y un vino tibio, y ahí estaba, Esteban C., un pianista, que juega a ser un mal pescador por las mañanas, un pianista que tiene las quemaduras de las huellas de Roberto; pianista que esa tarde parecía furioso sin saber por qué, que miré fijamente sin que me viera, me que obsesionó entre las blancas y las negras: ¡Jjuro por mi carrera, que me vas a ver aunque no puedas! Tú lo supiste desde el primer momento, y como eres un caballero me lo advertiste:


-Adiós, un gusto conocerlo Esteban.

-Igualmente Gigi.

Amoris Vulnus Idem Sanat qui facit –Susurraste poseso en mi oído sin que nadie más notara-

domingo, 6 de febrero de 2011

La Mujer Invisible.


No sé si fue en el momento en que tomé conciencia de mi invisibilidad, o cuando vi que simplemente no te era natural percibir más allá, ni hacer verdaderamente algo por ello. En alguno de esos dos lapsos decidí ya no hacer nada:
Soy la mujer invisible.

Enserio, te lo juro. Siempre estoy ahí, al lado tuyo, preocupada constantemente de tu salud y de tus males, alegrándome con tus alegrías, penándote en los sueños, tomando tus manos, besando tu frente, abrasándote por la espalda, apoyándote en tus proyectos, y hasta sólo paseándome por gusto a tu lado, y botando de vez en vez algún jarrón.Pero tú no me ves, y ni me sientes.

El muy desconsiderado, siquiera miró antes de lanzarme el balde de agua sucia.
Bueno, en realidad no puedo pedir más, ya que soy la mujer invisible.
Por eso señores doy aviso de esta realidad insurrecta, y de mi drástica decisión: Lo siento, pero yo no te puedo cambiar, ni cambiar los hechos por más que daría mi vida por ello. Ya lo dije antes, soy la mujer invisible, no la mujer súper cambiadora.