Cuando niña jugaba con los pololos en primavera. Esos insectos más grandes que las chinitas, naranjos con manchas negras. Los ponía en frascos de mermelada, donde ponía pasto, flores, y una tapa con agujeros. Pero siempre los terminaba dejando en libertad en el jardín. Siempre los terminaba devolviendo a los árboles.
Peor suerte tenían los que agarraba la Yoly, -quien hoy es una veterinaria obsesiva-. Ella sin una mala intensión, los ponía en frascos más grandes o en cajas de zapatos, en las que también ponía flores y pasto, después de eso, siempre planeaba tener muchos más, entonces trataba de que los pobres bicharracos se aparearan. Ponía uno abajo del otro y apretaba al de arriba con los dedos, generalmente con resultado de muerte. Muerte trágica para uno o ambos bicharracos sometidos a la “inseminación artificiosa” de la Yoly. Aún así cuando veía uno de estos bichos muy grande, decía que era una embarazada. Sobra decir que a los pocos días esa caja era un cementerio, y que nunca vimos parir un solo pololo.
Hoy probablemente seguimos siendo niñas completamente distintas, pero cada vez que miro las flores amarillas de los paltos recuerdo –en la medida que permite mi mala memoria- esos días con mi amiga querida, y a veces otras cosas. Las tardes como esta son una de esas.
La fecha en que al fin me separé de René, se me vino el mundo encima. Después de siete años de relación, enterarme que me engañaba a hace un par con una mocosa por lo menos diez años menos que él, y peor aún, que no terminaba ni se ponía los pantalones para “no hacerme daño” fue un golpe a lo menos ruin. Juntos pensábamos hacer tantas cosas… íbamos a tener una hija preciosa, quien seguramente iba a tener sus bucles negros, y mis ojos grandes color café claro. Él dijo que estaría conmigo siempre, y ya van dos años de las últimas malas noticias que recibí del.
Sin lugar a dudas se arrepintió cuando ella se desapareció de un día para otro con la excusa de “no hacerle daño”. Cuando llegó derretido en perdones, yo ya había sobrevivido sin René. Pasé la muerte de mi padre, que me costó mucho asumir; dos cambios de trabajo; un par de aventuras; y otro de fracasos. Mi último problema de agenda eran las penas de amor de mi ex, que culpaba al destino de su propia cobardía. A otro perro con ese hueso –pensé-, antes, preferí ir a San Hermes, mi tierra natal, a ver a mi hermana y a mi tía, a quienes –siendo franca- dejé de ver por el ritmo maldito del que nos enorgullecemos los citadinos.
Cuando llegué a San Hermes los días estaban soleados, pero no ese sol agresivo de la ciudad, sino uno que entibia lo justo y necesario. Estaba todo tal cual como la última vez que vine, ni un palto más ni un palto menos, ni un río más ni un río menos, eso sí había un par de vecinos nuevos, los cuales se adaptaron tan bien, que parecía que hubieran estado desde antes escondidos en las viejas casas y que recién ahora salieron a tomar el aire.
Mi hermana menor, cuando me vio una tarde que la llevé a comprarse un vestido nuevo, con su franqueza de siempre, me dijo sin anestesia, que parece que en vez de torta de cumpleaños me había pasado un camión por encima. Me veía agotada y algo melancólica, más aún para una ingenua de veintidós años, que cree que nunca querrá escapar de esta tierra. Ahí a todo sol, y en media callejuela, le agarré los hombros, y le dije en todos los tonos, y todas las maneras posibles, que no se enamorara. Pero era como si viera mis propios ojos de aquellos tiempos, creyendo que mis planes se cumplirían al pie de la letra sólo por que así lo había decidido una tarde de caminata: Irme del país, estudiar, enamorarme, y ser madre. A la semana me fui, prometiéndo que iría más seguido. Cuando volví a los ocho meses, mi hermana me confesó llorando que los vecinos se habían ido, que un tal “El”, nunca más la había llamado, y que tenía un atraso de ya cinco semanas. Supe con mucha pena, que ella había entendido nuestra conversación de esa callejuela, y que la entendió mucho mejor de lo que yo pronunciaba esas palabras. Tanto es así que a pesar de que no abortó, no ha querido saber del niño, siquiera mirarlo, y hace como si esos nueve meses simplemente nunca hubieran sucedido.
Miro las flores de los paltos y recuerdo… “Cuando niña jugaba con los pololos en primavera. Esos insectos más grandes que las chinitas, naranjos con manchas negras. Los ponía en frascos de mermelada, donde ponía pasto, flores, y una tapa con agujeros. Pero siempre los terminaba dejando en libertad en el jardín. Siempre los terminaba devolviendo a los árboles.”
Mientras mi hijo Matías, agarra mi falda con sus pequeñas manos sucias, viendo que cerca hay un perro. Sabe que lo voy a proteger por que soy su madre y lo amo, así que podremos seguir tomando el helado bajo este gran palto, y bajo cualquier árbol que se nos ocurra. Y aunque tiene el pelo rubio y tieso como los chincoles, sí tiene mis ojos grandes y café claro. Bueno, los mismos ojos grandes y café claro que tenemos mi hermana y yo.
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