Terminó la serie de funciones de la gira que culminó en el teatro Ronsón. Un éxito rotundo: Butacas llenas, ramos de flores, fotografías, prensa, y aplausos. Una secuencia lógica, no podía no ser así si estaba pisando las tablas, si estaba yo, Gigi Legrand, mirando fijamente a cada uno en esas butacas, si movía mis manos con la delicadeza de un ave herida, y encarnaba la mirada tal como lo hace la agonía. El director –Un tipo, grotesco de solo verlo- quedo fascinado con el éxito, pero se deslumbró muy fácil con algo que no era suyo, y por lo que supe, ya anda por ahí gastándose lo que no le quedó en puteríos de poca salubridad, y tomándose los recuerdos de las butacas.
Por mi parte, uno de mis admiradores, resultó ser el escritor Roberto Aucón –Mediocre y narcisista, como todo escritor de best-sellers- quien me invitó a su cabaña del sur, y yo con tal de librarme de los periodistas y de Marcos, era capaz de irme al fin del mundo. Me largué, eso sí le exigí que si no me gustaba me traería al segundo que lo dijera.
A muchas mujeres les fascinan los escritores –no los verdaderos, sino los que se llaman a si mismo escritores-, con su aire de oscuros, sufridos, sensibles, esas son el mismo tipo de mujeres que las dejan en segundo lugar estos depresivos mal nacidos, que las engañan, las hacen sufrir, ni las miran, las pierden, y después se protegen como mocosos asustados en su “don”. A mi no. Creo que la mayoría de los que se aferran al nombre como pulpos, no son capases de quererse más que a si mismos, y hoy por hoy cualquier borracho y mujeriego se puede hacer llamar escritor; selecto de un grupo machista, lleno de vicios, y enfermedades sexuales. En cambio a pocos los podemos llamar así. –A ellos si que les debo mucho-
La cabaña era pequeña, típica del sur fío, pero el paisaje digno de una postal. Con Roberto almorzaba y lo acompañaba a ratos, cuando el me mostraba como a un gran trofeo al que aspiraba y nunca tendría frente a sus conocidos y empleados –personas que en ese pueblucho de fin de mundo, no debe sumar más de ocho-
La tercera mañana, me desperté temprano, salí a caminar al lago que estaba a sólo unos minutos, y aunque quiera las ciudades míseras, ese bosque gigante me daba buena compañía, en eso, vi a un hombre en el lago, tenía buen porte, y una caña metida en el lago, -claramente pescando-, concentrado con su cabeza gacha, no me miraba. Lo miré fijamente, pero el seguía sordo en su bendita pesca. Acto seguido me saque la ropa, y me metí al lago, nade en ese frío de mierda, y el no me miro. Eso no se quedaría así, -Dije- cuando me vea, seguramente se arrepentirá cada día de su vida, yo Gigi Legrand, nadando en frente del, y el muy estúpido fijo con unos peces. No, esto no pasa en ninguno de mis escenarios. Así que cada mañana a las 9am, yo estaba en el lago, desnuda, nadando, lo miraba fijo, y cada vez lo conocía más; aunque estuviera siempre abrigado por el frío, lo podría distinguir fácilmente si lo viera en este pueblucho.
A la tarde de la quinta mañana, su imagen me rondaba más de lo habitual, lo veía pescando, ¿Cómo sería? Seguramente un tipo serio y aburrido, un maricón reprimido seguramente si no miraba aunque fuera de reojo una mujer desnuda en el lago.
Caminé al cuarto donde Roberto se arreglaba para ir a una comida, con un tipo que según el era su gran amigo hace años, con un terrible accidente a cuestas, en realidad no escuché mucho de su historia. Lo miré fijamente, agarré su mejilla con mi mano derecha, y lo bese. El muy idiota ni siquiera cuestionó mi beso, tomé sus manos las lleve a mi cintura, desabroché su camisa, su pantalón, mi sostén color vino tinto, y por alguna razón, cuando sus dedos tomaron mis manos para subir por mi escote, quise que lo sintiera el extraño del bote. Quise que sintiera; que cada roce y cada huella, le ardieran en la piel. Que le calaran el pecho, como a una fruta recién servida.
Después de su no brillante debut, partimos donde su amigo, con media hora de retraso y un vino tibio, y ahí estaba, Esteban C., un pianista, que juega a ser un mal pescador por las mañanas, un pianista que tiene las quemaduras de las huellas de Roberto; pianista que esa tarde parecía furioso sin saber por qué, que miré fijamente sin que me viera, me que obsesionó entre las blancas y las negras: ¡Jjuro por mi carrera, que me vas a ver aunque no puedas! Tú lo supiste desde el primer momento, y como eres un caballero me lo advertiste:
-Adiós, un gusto conocerlo Esteban.
-Igualmente Gigi.
Amoris Vulnus Idem Sanat qui facit –Susurraste poseso en mi oído sin que nadie más notara-
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