domingo, 23 de octubre de 2011

El Primer olor a muerte.

He recorrido muchos países,así que nadie me puede discutir esta verdad: Todos los países son iguales. Todas las calles son iguales; todos los semáforos son idénticos; todas las penas son símiles; todos los árboles botan las hojas en otoño; todas las flores abren en primavera; hasta las falsas vírgenes sangran y cierran las piernas; y absolutamente todo en este mundo, puede ser calcado a otra cosa en otro extremo, o simplemente en frente. Todo. Menos una cosa: El olor de la muerte.

Recién llegado a La Plata, un quinceañero callado, que repite la misma verdad anteriormente dicha, sólo que sin su sabrosa excepción. Para mi todo era igual, los colegios, los barrios, las faldas de mis compañeras, y los pezones erectos de alguna mujer con frío. Hasta que en esta ciudad de diagonales, una tarde, igual a mil tardes, de leer a Paul Verlaine, pasé a masturbarme como nunca antes. Fue un “…Lucen vagamente las teclas del piano, a la luz del suave crepúsculo rosa, y bajo los finos dedos de su mano…” ¡Crach!, un choque en plena diagonal; conductor prófugo, y embarazada con resultado de muerte. En realidad no me interesaba acercarme, tampoco quería ayudar a alguien, pero cuando intenté seguir leyendo, “…Y para acabar cantaré el beso de tu labio rojo, y tu dulzura al martirizarme, ¡Mi ángel, mi gubia!...” , mi nariz empezó a ser dominada por un aroma que nunca he vuelto a encontrar, creo que era parecido a la albaca recién cortada, y después algo dulce como las flores de rodendro. Poseso me acerqué al lugar de los hechos.
– ¿Sos familia? - Preguntó un tipo de uniforme. Seguí de largo y me acerqué a la joven madre, olí su cuello torcido y lleno de sangre, y el extasis fue tal, que no recuerdo nada más hasta la noche, cuando no me podía parar de masturbar.

Esa semana decidí morir en La Plata, dejar la literatura, y dedicarme a la biología.

Recuerdo también por la fecha, la tarjeta que me dejó mi primera esposa, cuando en nuestro tercer aniversario (cada trece de junio), olvidé llegar a casa otra vez -esa noche hubo un asalto, con dos muertos, forcejeo, y siete puñaladas cada uno-:

“Puedo soportar cualquier cosa, tus amantes, tu obsesión por tener la razón, tus historias, tus malas bromas, tu desánimo, tu horrible trabajo, pero menos que no estés aquí ahora que te necesito. Puedo perdonarlo todo, menos tu ausencia. Rebeca.”

Lo último que supe de ella es que tiene lo que quiere. No la vi nunca más.
Eso sí: Nunca la engañé –Al menos con mujer viva-
Eso sí: Las mujeres defiitivamente no entienden de ausencias.

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